El hecho de que 2014 fue el año más caluroso de la historia debería no ser una noticia importante. Los científicos con razón descartan toda afirmación realizada sobre la base de un único dato y, en cambio, prefieren analizar la tendencia. Y ésta misma muestra hace tiempo que el mundo se está calentando en forma gradual pero inexorable. No hubo ningún amesetamiento de la temperatura global.
También disminuye el desacuerdo sobre cómo la actividad humana contribuye a esta tendencia ascendente. El óxido de nitrógeno, metano y dióxido de carbono actúan como gases de efecto invernadero reteniendo el calor del sol dentro de nuestra atmósfera. A menos que estas emanaciones disminuyan, las temperaturas podrían subir a niveles nunca vistos desde que los dinosaurios deambulaban por el planeta. Las estimaciones del daño que eso causaría lo describen desde manejable hasta catastrófico.
La reducción de esas emanaciones quizás sea el problema más intrincado que enfrentan hoy las autoridades que fijan políticas. Un gas de invernadero es una «externalidad negativa» que impone costos más allá de los límites del contaminador y exige un acuerdo global difícil de alcanzar. La infraestructura que se necesita reemplazar cuesta miles de billones de dólares. La cada vez mayor población del mundo en desarrollo también exige mejores niveles de vida, lo que lleva a un superior uso de la energía.
El petróleo más barato dificulta más las cosas. Del lado de la demanda, cuesta menos llenar el tanque de nafta o subir el termostato. El ahorro de energía se vuelve menos provechoso desde el punto de vista financiero, por lo que los consumidores y las empresas hacen menos esfuerzos por cambiar su comportamiento.
Hacer cambios en la oferta de energía también se vuelve más complicado. La mayoría de las formas de energía con bajas emanaciones de carbono son más caras que los combustibles fósiles. El gas natural, empleado para la generación de energía, se abarata junto con el petróleo. A medida que las grandes petroleras posponen los proyectos, el argumento para justificar una inversión baja en emisiones pierde fuerza.
Eso sería más fácil de manejar si las emisiones de carbono pagaran un impuesto adecuado. Según los principios de economía básica, el daño que provocan los contaminantes debe quedar reflejado en su precio. Un carbono suficientemente caro haría que el gas no sea más barato que la energía eólica o solar y que los consumidores también se inclinen menos por desperdiciarlo.
Lamentablemente, falta mucho para un acuerdo internacional sobre el impuesto al carbono. Pero los gobiernos podrían empezar por retirar el apoyo a los combustibles fósiles. Deberían pensar muy bien antes de otorgar exenciones impositivas apuntadas a extraer la última gota de los yacimientos petroleros agotados.
También habría que alentar a las economías a hacer un uso más eficiente de la energía a través de acciones regulatorias. Pero para evitar un nivel peligroso de calentamiento global habrá que tomar medidas mucho más duras. Tarde o temprano habrá que fijar un impuesto global al carbono.
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